lunes, 16 de abril de 2012

El verdadero precio de leer

La función del libro no queda sólo en esa primera lectura sino que va más allá, nos acompañará a lo largo de nuestras vidas y podremos recurrir a él cada que queramos, siempre nos será útil, si se le sabe aprovechar.

La charla fue así: “A ver, el fin de semana le compramos un libro a mi hija que va en tercero de primaria, pagamos 150 pesos, lo leyó esa misma tarde, pero ¿y luego?, ¿qué más se puede hacer con él?”, la voz pertenece a una joven madre, entre los treinta y 35 años, que como muchas seguramente se debaten en las cuestiones del gasto familiar para poder complacer lo más posible a los integrantes de la familia sin desfalcar o dejar que el agua llegue hasta el cuello a fin de mes.
Hoy en día es un hecho, y quien no lo quiera entender así estará probablemente en un error, que el libro compite con productos del entretenimiento: televisión, juguetes, cine, videojuegos. El costo es similar, pero quizá lo que nos haga falta para cerrar la brecha es hacer extensivo que el verdadero valor y placer de un libro no se ubica solamente en la inmediatez de su lectura.
Una película llega a más gente, se puede platicar en la escuela o en la oficina sobre su trama, sobre sus héroes, y se disfruta más la charla en medida que los demás la hayan visto. Se presume que el esfuerzo es menos complicado que la lectura, dos horas en una sala oscura disfrutando palomitas y refresco, o quienes lo prefieren en la comodidad de la sala con un DVD o Blu-Ray. Y para quienes en esa charla se sienten fuera de lugar por no haberla visto, tienen opciones para formar parte del ritual, ya se sabe lo que hay que hacer.
Esto tal vez con una lectura no se da igual. Complicado parecería intercambiar puntos de vista sobre un libro que pocos han leído, pero quizá la clave radica no ya en contar exactamente la trama del libro, ni la de la película, ni la de la obra de teatro, ni la de la serie de televisión, sino en los contenidos, en los valores que expresa, en la manera de ver la vida y las circunstancias; y eso, por supuesto, sin necesidad de que todos hayan visto la película, escuchado la canción, jugado en el Play-Station o leído el libro, lo podemos hacer.
Es allí entonces cuando los 150 pesos que costó el libro cobran un valor diferente, se entiende que un juguete o videojuego, con la magia de la repetición hacen que el reto se convierta en una adicción en quien lo utiliza. Pero también puede ser un reto el completar la lectura de un libro, y todavía más el comprenderlo y compartirlo de alguna forma.
El placer y el valor de la lectura de una obra se lleva por siempre, se puede recurrir a él en cualquier momento, no nada más para la cita académica, para el cumplimiento de una labor escolar, sino para un uso práctico, cotidiano. Es un ingrediente más en la suma de experiencias que se acumulan en la mente del individuo.
La relectura da un placer diferente también. Ni el libro es el mismo ni quien lo vuelve a leer es el que lo leyó la primera vez, ahora el lector ha acumulado un nuevo conjunto de elementos en su mente y comprenderá de manera diferente su contenido. Igual sucede con una película y el placer de volverla a ver, quizá no pase lo mismo con un videojuego, tal vez la moda ya haya pasado o fue desplazado por una versión nueva.
De tal suerte que la función del libro no queda sólo en esa primera lectura sino que va más allá, nos acompañará a lo largo de nuestras vidas y podremos recurrir a él cada que queramos, siempre nos será útil, si se le sabe aprovechar. ®

Texto aparecido en la Revista Replicante en su edición de abril 2012.

sábado, 14 de abril de 2012

El mal de origen

Lector que olfatea, escritor que se recarga en el ensayo para darle vuelo a la imaginación, narrador de una realidad que a veces parece rebasa la verdad, así es Sergio González Rodríguez, hombre de letras cual periodista nato, su libro Huesos en el desierto lo posicionó como referencia en el tema de las muertas de Juárez y su leída columna en el suplemento El Ángel del periódico Reforma confirma cada semana el pulso de la literatura nacional y extranjera.

Esta vez traspasa el mostrador para en 31 textos breves, interpretar un escenario disímbolo por naturaleza: la ciudad, y elegir de ella los elementos que a su parecer en la modernidad deben ser debatidos, retomados, incluso refrescados para su nueva maduración.

Con el volumen El mal de origen. Ensayo de metapolítica, el también autor de El hombre sin cabeza llega literalmente hasta las azoteas, pues ubica desde allí un espacio de definición terrenal. Y es que a su parecer, como el de muchos, “Una azotea deja en las noches al menos el susurro, la confidencia, los aromas del guiso entrañable bajo el brillo opaco de las estrellas”.

Ese elemento, también descrito como observatorio de arrabal o de suburbio, es inherente a la metrópoli definida como el territorio de las imperfecciones, pues a final de cuentas “la mejor forma de imaginar una ciudad es haber vivido en una a plenitud”.

La brevedad de los textos ayuda al ritmo, sin duda el galope de las afirmaciones necesita un espacio para el respiro, el autor exige, pues toma como referencia el marco de la distracción en el que hoy en día nos desenvolvemos.

En las páginas de esta obra conviven muchas respuestas pero a veces las preguntas se olvidan. Como en la vida misma se presenta el constante cambio en el empleo, en las relaciones de pareja, en las aficiones, se refleja de igual forma en los pensamientos que deberían ser más profundos, como los valores por ejemplo.

Quienes conocen la pluma de González Rodríguez podrán notar con mayor precisión, cómo de manera natural, quizá por el texto número diez el autor deja lucir de mejor forma su conocimiento literario, sus lecturas y relecturas, donde sus análisis y referencias literarias hallan acomodo.

Siempre pendiente del contexto que se da del otro lado de la ventana, allí donde el desempeño de algunos sólo alcanza para la vaguedad, para el señuelo, para lo bajo. Hace público que los chismes “de mayor interés son los que bordan sobre los amores. En el ámbito de la política, los chismes más exitosos tienen que ver con el riesgo criminal: enriquecimientos ilícitos, negocios fraudulentos, nepotismo, asociaciones delictuosas. Cuando se juntan ambos, se fabrica una bomba. El que es primero en el tiempo, es primero en el chisme: un chisme que no se cuenta como primicia, se vuelve noticia o se evapora”.

La prisa por la exclusividad de lo efímero, de la fama inmediata, del reconocimiento con pocos méritos, exigencia que debe erradicarse de diversos campos de convivencia humana. Quizás al terminar de leer El mal de origen quede la sensación de haber tenido en las manos un libro diferente y diverso, original y vertiginoso, con rigor y con mensaje, y se transmita ese sabor que queda como elemento que acompaña a las soledades.

Es de sensaciones el libro también, se pueden dar esos ruidos como los de la noche por encima del techo, o la imagen de quien levanta la mano en el salón de clase y nunca le dan la palabra, o de esa pareja que se besa a lo lejos y quien los mira se muerde el labio inferior pues sabe que todo puede ser mejor, y que la realidad es diferente por designio.

Sergio González Rodríguez, El mal de origen. Ensayo de metapolítica, Libros Magenta, México, 2011; 171 pp.

Texto aparecido en la Revista Siempre¡ del domingo 15 de abril de 2012.

domingo, 1 de abril de 2012

El vigilante del fiordo

Nacido en San Sebastián, en el País Vasco de España, donde el concepto del grupo armado eta es más que una constante amenaza, Fernando Aramburu ha sabido desde siempre navegar con una prosa fuerte, directa, con sentimiento de confianza. Los peces de la amargura es una muestra clara de su trabajo como cuentista y ahora con El vigilante del fiordo, colección de ocho cuentos, renueva su compromiso con esas buenas formas de narrar.

El dolor se siente, pero sobre todo es la percepción de los nervios, del pasado que transmite una quemadura que más bien parece una cicatriz de cuerpo entero, es eso lo que lleva a su personaje del cuento que da vida al libro a la locura, al recuerdo constante en el sueño para cumplir su cometido, porque de lo contrario el grupo terrorista para el cual trabaja le cobrará cara la factura.

Aramburu describe a las víctimas de los atentados como sus personajes, no siempre es el que recibe el ataque de manera frontal, en ocasiones toma a la familia cercana, a los amigos, y desde diferentes ópticas logra contarnos esas historias que hay alrededor de la desgracia.

En sus párrafos se sienten esa aceleración en el pulso, la identificación de un signo que rememora el miedo, el temblor en esa otra orilla, a tal grado que el también autor de Fuegos con limones llega a crear un personaje que nos narra su propio entierro.

La locura es un signo de comportamiento en estos cuentos, pero la locura direccionada por un recuerdo vivo, transparente a fuerza de golpes; sin necesidad de decir que hay un fantasma, los espectros recorren las páginas, o peor aún los sueños y las realidades de los personajes, el escenario es propicio para la remembranza, esa es la magia y la fuerza de los cuentos de Fernando Aramburu.

Sin duda El vigilante del fiordo es en primera instancia un recuerdo de las víctimas de actos terroristas, pero la desgracia puede venir desde cualquier flanco y allí es donde estos cuentos cobran una vida especial, un empuje y una fuerza digna de ser leídas.

Fernando Aramburu, El vigilante del fiordo. Tusquets Editores, México, 2011; 184 pp.

Texto aparecido en la revista Siempre¡ en su edición del domingo 1 de abril de 2012.

La nostalgia del Atari y los GI Joe

Tenía 23 años, estaba por salir de la universidad y ya me preguntaba qué hacer con mis juguetes y los gadgets de mi infancia y adolescencia. Sí, esos mismos que teníamos la mayoría de los que vimos en los años ochenta el avance tecnológico y el entretenimiento que personificaban el Atari, el walkman, la colección de G.I. Joe o los PlayMobil (imagino que en el caso de las chicas eran las Barbies), así como las revistas de superhéroes, por citar los ejemplos más comunes.

En la secundaria mis mejores amigos iban a casa y ponían sus casetes con música que luego supe se llamaba rock urbano (como hasta la fecha), y conocí a esos grupos con nombres mezclados y canciones que repiten un estribillo que a la fecha escucho y, sin proponérmelo, acabo tarareando.

Les ponían una etiqueta con el nombre del grupo o las canciones que incluían, y ese mismo lo llevaban y traían cada día, por supuesto que variaban, algunos me los regalaron, otros los fui adquiriendo. Juntos dimos el salto a los discos compactos, y de nueva cuenta el rito del estuche con el nombre para identificarlo. Hasta allí todo bien.

La nostalgia vino después.

Una llamada puede cambiarlo todo. Esa plática tan breve y tan temida por muchos. Ya lo había escuchado en algunas charlas de bares y de otros colegas un poco mayores que yo, pero como todos, pensé que “a mí no me pasaría”.

Sin embargó, me sucedió. La voz de mi madre lo dijo todo: “necesito que desocupes unas cajas de la casa”. Luego de las preguntas y saludos de rutina colgó y el eco en el celular permaneció.

Fui a casa, no sé si otros integrantes de mi generación estaban preparados para tales circunstancias pero yo al menos no. Abrí las cajas polvosas y por supuesto que miré con cuidado y cierto romanticismo su contenido, a esas alturas lo de menos eran esos estuches al igual que la música que resguardaban cual centinelas esos casetes y CD’s. Más allá de los ritmos y sus recuerdos es una parte de la historia propia la que allí se almacena.

Todo cabe en un usb

Ahora, en la era digital, todo cabe en una usb sabiéndolo acomodar. Los gustos musicales fueron variando, como otras actividades, y la misma caja me lo hizo saber. Saqué el viejo Atari, que siendo francos quien más lo disfrutó fue mi hermano, así como el Nintendo, pensé que en alguna vida nos encontraríamos a Pacman o a Mario Bros. (aunque mil veces hubiera preferido encontrarme con Chun-Li, la de Street Fighter II, sobre todo cuando le hicieron su película y la protagonizó Kristin Kreuk, a quien se pudo ver también en la serie de televisión Smallville).

Y justo como en escena de Toy Story ahora debo dejar libre este espacio. Pienso que la basura no debe ser el mejor destino para el vetusto walkman que tanto le pedí a mi papá me comprara y que ahora no vale mucho pues no llega a antigüedad. Sin embargo dudo que alguien lo quiera y seguro que donde ahora vivo irá a otra caja.

Inevitable recordar que en la preparatoria los gustos musicales y mis nuevos amigos me llevaron a escuchar música pop y en inglés, esa que cantas sin saber lo que dice, que pronuncias mal pero a todo volumen nadie lo percibe, que le regalaba a las compañeras para quedar bien y ellas escuchaban ya en un Discman.

En la Universidad los ritmos musicales de nueva cuenta cambiaron, igual que los gadgets. En esa época tuve mi primera computadora, y adquirí mis primeros libros. Era más sonoro que visual. Hablando de gadgets, recuerdo que una vez llevé un balero a la Facultad y fue la sensación, organizamos un torneo que terminó pasadas las once de la noche, para algunos fue toda una novedad, nunca habían visto uno, para otros fue confirmar que la madera sigue siendo un elemento digno del entretenimiento.

Pero todo esto viene a colación por la caja que debo llevarme de la casa de mis papás y no sé qué hacer con ella. Dónde poner tantos casetes, tantos CD’s, algunos que sinceramente ya no quiero tener. Quizá deba pertenecer (aunque creo que me tocará fundar y eso complica un poco la agenda) una tribu urbana que se identifique por esta característica u ocupación de vaciar cajas añejas.

Hace poco mi mejor amigo puso en su face que quería deshacerse de su colección de figuras de StarWars, imposible no identificarme (por la acción, la película nunca fue mi favorita y me generó algunas diferencias con amistades sinceras). Ello en el marco de su reciente mudanza, ahora él vivirá con su esposa, aun sin hijos, dando el paso de un departamento a una casa, razón suficiente para que no lleguen todos los elementos de la historia pasada. Digamos pues, otra caja que vaciar y otra nostalgia que añorar.

Quizá no ser el único en esa circunstancia ayude a la decisión, pero es sincera mi preocupación, desconozco dónde poner lo que hay en la caja, pues a final de cuentas, apelando a la tolerancia, a la diversidad, y la mera verdad, ya no quiero llevar todo conmigo. Que comiencen nuevos recuerdos y otras músicas.

Texto aparecido en el suplemento CAMPUS Milenio el jueves 29 de marzo de 2012