lunes, 14 de mayo de 2012

El cuerpo en que nací

Su nombre ya venía sonando constantemente entre las promesas literarias de México, su colección de cuentos Juegos de artificio (1993), pero sobre todo Pétalos y otras historias incómodas (2008) la hicieron objeto de halagadores comentarios, lo cual, sabía la propia autora, era un compromiso con sus siguientes obras. Guadalupe Nettel (Ciudad de México, 1973) dio el salto en medio de esas dos obras a la novela con El huésped (2006), y ahora regresa a esa arena narrativa para presentar El cuerpo en que nací, una obra completa, adictiva, que provoca y contagia. A través de un largo monólogo la narradora y personaje principal nos cuenta el proceso de su infancia y adolescencia, los variopintos escenarios de sus aventuras, el retrato familiar, las escapadas, el crucifijo de la duda existencial con el que carga y duda sobre si “los comportamientos adquiridos durante la infancia nos acompañan siempre”. Parte de un problema en un ojo desde niña, y es allí cuando el lector queda a la intemperie, pues sabe que sólo le queda como escapatoria para esa sensación seguir acompañando a la narradora, y lo hace con gusto, pues de a poco, se refleja en lo que de suyo es el concepto de la amistad distante, pues la protagonista y narradora bien puede ser esa niña de figura normal y aspecto tradicional que va en el mismo autobús que nosotros y que pasa tan inadvertida como el cambio de color en un semáforo. Esa niña para algunos “rara” encontraba en pequeños trozos la felicidad, por ejemplo en las narraciones que compartía en clase y donde colocaba a los compañeros que se llegaban a burlar de ella como protagonistas: “Aquellos relatos eran mi oportunidad de venganza y no podía desperdiciarla”. Dos figuras son emblemáticas en el desarrollo de la obra, por un lado la Doctora Sazlaski, quien suponemos es su terapeuta, la que escucha, quien no hace preguntas pero las provoca; y la otra es su abuela materna, como las de esa generación que en el momento preciso te retiraban el apoyo cuando más lo necesitabas, o bien daban la cara para defenderte de cualquier mal. Sobresaliente la escena en que la abuela defiende a la nieta con una carta para que pueda jugar en un equipo de futbol donde sólo lo hacían los varones. El buen sabor de boca que van dejando las páginas es de llamar la atención, pues son resultado de una mezcla que atraviesa por igual los sentidos y los sentimientos: “Al final nos quedaba siempre esa sensación de nostalgia por lo que podíamos haber sido y no hubiéramos llegado a ser, pero era mejor que nada”, y tal vez con eso muchos se sientan salvados. Todos los personajes que se dan cita en la trama tienen su peso justo, Lucas su hermano, sabe el momento en que debe salir a escena, como en ese viaje a Sonora, donde en un campamento simulado todos son parte de la misma familia, o como Ximena, la única con la que se identifica la narradora pues “dejó una impresión muy profunda en mi historia”, Ximena termina con su vida en un suicidio, nos enteramos páginas después. Volvemos a ella en forma de recuerdo en un viaje a Sudamérica de la protagonista más adulta, y en la tierra natal de la familia de Ximena, adonde encuentra un cuadro pintada por la exvecina y cómplice que a su vez es una de las muchas respuestas a los diferentes por qué que se plantea la narradora. La lucha contra ella misma es el inicio, el constante respirar intranquilo por la persecución de no saber qué sigue. Lo cierto es que en el monólogo disfrazado de entrevista sin preguntas, la protagonista nos lleva por diversos sitios, incluido su estancia en Francia. Un estilo más cosmopolita, con pasajes que vislumbran lo que le dará más contorno a su forma de pensar, como esa aventura que le robó su amiga Sophie, aventura que le tocaba a la narradora vivir con un hombre pero que no fue. Mención aparte, guiño de satisfacción es cuando la protagonista en su monólogo confiesa, en un recuerdo que conlleva enervantes, que está escribiendo una novela sobre su infancia, todo hace indicar que son las señas particulares que Nettel deja a manera de rastros de identidad. Pero de pronto el viaje nos lleva a las visitas que le hacía a su padre al Reclusorio Norte, a donde fue a dar luego de delitos de cuello blanco. Su padre, es una figura que si bien no pesa como tal en el recuerdo, sí impulsa muchos de los cambios en la escenografía. La última parte es la más cercana a la actualidad, ya nos menciona a su hijo, de diez meses de nacido, ya nos habla de un pasado más inmediato, ya nos obliga Guadalupe Nettel a hacer un ejercicio similar, a pensar si el pasado nos afectó y nos afecta en las actividades que realizamos de manera cotidiana hoy en día. La confesión a manera de grito de salvación llega en la conclusión: “después de un largo periplo me decidí a habitar el cuerpo en que había nacido, con todas sus particularidades”, para no dejar espacio a la duda: “El cuerpo en que nacimos no es el mismo en el que dejamos el mundo”. De tal forma que El cuerpo en que nací se posiciona como una de las mejores novelas recientes, pero también como una muestra del trabajo de una generación donde sobresale su autora Guadalupe Nettel, pues además de provocativa, esta obra se vuelve entrañable, como la narradora, como la narración. Un libro completo, se sostiene en la lectura y se aprecia en la relectura. Guadalupe Nettel, El cuerpo en que nací. Anagrama, México, 2011; 196 pp Texto aparecido en la revista Siempre¡ del domingo 13 de mayo 2012

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