lunes, 14 de diciembre de 2009

Los rebeldes

En 1930 Sándor Márai (1900-1989) entregó el original de Los Rebeldes, era un joven y el mundo diferente. En 1988 decide revisar aquella versión y entregarnos una actualizada con esa tinta que da la experiencia; con un pulso más certero, quizá la balanza afianzada en lo que se llama vida.

Estas páginas son reveladoras y difícilmente pasan inadvertidas, la filosofía ocasiona atropellos cuando menos se lo espera el lector, quien se ve en la necesidad de reflexionar sobre lo que de suyo parece irrelevante, pues “en ocasiones vivimos cerca de alguien durante mucho tiempo sin saber nada de esa persona”. De eso va buena parte de la trama, de la gente en su interior y en su forma, de cómo somos y dejamos de ser, el cambio permanente, constante fuga de revoluciones internas que luego vuelven a la calma elemento agotado.

Tibor, Ábel, Erno y Belá son cuatro jóvenes que están a punto de enrolarse en las filas de los militares que le darán forma a la última etapa de la Primera Guerra Mundial, pero antes de eso quieren beberse y fumarse la vida a grandes pasos. El hueco que deja la ausencia de una figura de poder, o al menos de respeto, es llenado por un actor que conoce más de la vida, pero también de la urgente necesidad de compartir un poco el espacio donde convivimos.

La desesperación y la desgracia sobradamente se notan, mas los ajustes en la sintonía del contexto también perfilan lo que es de cada uno el más elemental juicio, porque si bien, como dice un personaje de Márai: “los ciudadanos se han acostumbrado a la guerra, como se acostumbra a la vejez, a la idea de la muerte y a cualquier cosa en este mundo. Ahora las calles están más sucias, han desaparecido rostros bien conocidos y muchos visten de luto. Sin embargo, no me pueden negar que entre las ruinas florece cierta prosperidad”.

Y es en ese punto climático donde el grado de sensatez cobra finura, en el cual los humanos llegan de nuevo a la forma, los sentidos agudeza, la voz un tono que reconforta, pues si bien no toda la vida puede ser color de rosa, y aunque nos esforcemos por hacer público que “el componente más noble de la amistad es la generosidad”, no siempre es así, e incluso podemos subir la apuesta: no debe ser así siempre.

Como adolescentes, el espíritu insatisfecho es una bandera que se debe presumir y agotar en la etapa que trata, los conocimientos que los cuatro personajes han forjado en cada paso dado debe calibrar mejor aun su participación en esta obra, y si bien se aprende a la mala: “la experiencia les había enseñado a desconfiar del enemigo y sabía que los adultos nunca les dirigía la palabra si no era para pedirles algo o para castigarlos”, no se debe dejar a los atajos todo el camino por seguir.

Sándor Márai entendió en buen tiempo lo que era su profesión de escritor, su papel en el mundo, concede tregua a lo que siente cercano, consciente en cada trazo de que “escribir también hace sufrir, pero menos que vivir entre los hombres”. Aunque no podía negar que “es la inspiración la que guía el pincel del pintor, pero sus consejeros son el estudio, la observación y la experiencia. Éstos son indispensables para el trabajo creativo”.

De allí que Los rebeldes venga, ahora en esta edición revisada por su propio autor, a ser la confirmación de una buena trama que respeta el tiempo y el espacio, que cuenta una historia interesante, pero que la cuenta con sentimiento y sentido de orientación, pues dirige al lector hacia donde quiere, lo lleva de buena manera por las vivencias crueles pero reales de una etapa que lo marcó y ello se percibe en muchas de sus obras.



Sándor Márai, Los rebeldes. Traducción de Marta Komlósi. Salamandra, España, 2009; 253 pp.

Texto aparecido en la revista Siempre de esta semana.

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