domingo, 24 de enero de 2010

Maestro de la ironía

Hace veinte años murió el poeta catalán Jaime Gil de Biedma (1929-1990), espíritu refrescante en la lírica de lengua española. Con pocos libros publicados, apostaba más por la calidad que por la cantidad, le daba una importancia nula a la urgencia de las novedades y se vinculaba más en el territorio de la sagacidad observando los hechos más comunes para comunicarlos con maestría irónica, con sentimiento crudo, e incluso con ánimo de rompimiento.
Para el vate el hecho de plasmar en papel su perspectiva de la vida tenía un toque de quiebre: “Un libro de poemas no viene a ser otra cosa que la historia del hombre que es su autor, pero elevada a un nivel de significación en que la vida de uno es ya la vida de todos los hombres, o por lo menos
—atendidas las inevitables limitaciones objetivas de cada experiencia individual— de unos cuantos entre ellos”.
Sobre sus influencias se pueden señalar al menos dos muy claras: por un costado la anglosajona llevando a T. S. Eliot y Wystan Hugh Auden como bandera, sin dejar de lado a Baudelaire, y por el otro los grecolatinos con Catulo a la cabeza. Aunque se debe agregar una más, la propia española con Luis Cernuda y Antonio Machado entre sus lecturas y afinidades.
Si bien las influencias de las lecturas de los grecolatinos en Gil de Biedma se pueden identificar en algunos casos incluso con grados de animosidad (hay un estudio de Gabriel Laguna Mariscal de la Universidad de Córdoba donde hace una comparación interesante al respecto), el español hace una defensa de la racionalidad convirtiéndola en la llamada poesía de la experiencia.
Sin embargo, esta experiencia no es sólo plasmada o compartida unidireccionalmente, la reflexión y la razón que llevan sus líneas lo dejan ver así: “Casi me alegra/ que ningún camino/ pudo escaparse nunca.// Visibles y lejanas/ permanecen intactas las afueras”. Lo cual no tiene nada de lejano con sus metáforas atinadas: “La luz usada deja polvo de mariposa entre los dedos”.
Amor y humor se pasean por igual en los versos de Gil de Biedma, en el caso del primero Idilio en el café es un buen ejemplo: “Ahora me pregunto si es que toda la vida/ hemos estado aquí. Pongo, ahora mismo,/ la mano ante los ojos —que latido/ de la sangre en los párpados— y el vello/ inmenso se confunde, silencioso,/ a la mirada. Pesan las pestañas.// No sé bien de qué hablo. Quiénes son,/ rostros vagos nadando como en un agua pálida,/ estos aquí sentados, con nosotros vivientes?/ La tarde nos empuja a ciertos bares/ o entre cansados hombres en pijama.// Ven. Salgamos fuera. La noche. Queda espacio/ arriba, más arriba, mucho más que las luces/ que iluminan a ráfagas tus ojos agrandados./ Queda también silencio entre nosotros,/ silencio/ y este beso igual que un largo túnel”.
En el caso del humor una pieza que llama la atención es Contra Jaime Gil de Biedma, la cual cierra: “Oh innoble servidumbre de amar seres humanos,/ y la más innoble/ que es amarse a sí mismo”. Aunque quizá sea T’introduire dans mon histoire… el poema que mejor conjuga esta participación del amor que acaba en humor, pero no de la risa fácil, sino de la complicidad que logra el lector al verse reflejado, porque de seguro le ha pasado o sabe le pasará.
El recuerdo de lo que fue es una medida recurrente. El tiempo ido, la sagacidad de la memoria: “Todo es igual, parece/ que no fue ayer. Y este sabor nostálgico,/ que los silencios ponen en la boca,/ posiblemente induce a equivocarnos// en nuestros sentimientos”. Y la figura de la medición viaja de un lado a otro, y con ella el deseo de permanencia, de atraparlo para que no vuele: “Porque en amor también/ es importante el tiempo,/ y el dulce, de algún modo,/ verificar con mano melancólica/ su perceptible paso por el cuerpo/ —mientras que basta un gesto familiar/ en los labios,/ o la ligera palpitación de un miembro,/ para hacerme sentir la maravilla/ de aquella gracia antigua,/ fugaz como un reflejo”.
El ritmo cuidadoso acompaña el golpe certero del pugilista que busca el knockout, del especialista que no desgasta al lector, de quien se sabe leído por gusto y necesidad, la moda no cabe ni viene al caso, y en cambio sí de nuevo una forma de pensar, un pretexto para la reflexión, como lo es No volveré a ser joven: “Que la vida iba en serio/ uno lo empieza a comprender más tarde/ —como todos los jóvenes, yo vine/ a llevarme la vida por delante.// Dejar huella quería/ y marcharme entre aplausos/ —envejecer, morir, eran tan sólo/ las dimensiones del teatro.// Pero ha pasado el tiempo/ y la verdad desagradable asoma:/ envejecer, morir,/ es el único argumento de la obra”.
La muerte como figura recurrente en varios de sus versos, el encuentro del poeta con los temas conocidos, la magia radica en el perfil que ubicará el encuentro, el tono que le dé a la charla, la disponibilidad al servicio de la poesía: “Algo que ya no es casi sentimiento,/ una disposición/ de afinidad profunda/ con la naturaleza y con los hombres,/ que hasta la idea de morir parece/ bella y tranquila. Igual que este lugar”.
Jaime Gil de Biedma al hacer sus registros antológicos devela decisiones complicadas, no es fácil dejar fuera un poema que le reviva emociones, y ya lo objetivo del rigor no parece dictar la norma, sino el sentimentalismo, de allí que en unas antologías aparezcan unos, que luego ya no, y al final otra vez veamos.
El poeta catalán hace ver fácil el complicado acto de escribir, de lo cotidiano arma una parábola, brinda facilidad a las cosas que la merecen, pero por momentos se complican la vida. Habla de lo más humano, llega a donde debe, el tuétano de la poesía de apremio; ahora que se cumplen veinte años de su muerte, Jaime Gil de Biedma demuestra, lúdica y contundentemente, el por qué se le extraña, y el por qué es necesaria su relectura.
Se le puede ubicar como integrante de la generación de los 50, como ejemplo del realismo crítico, pero en verdad lo que fundamenta de golpe la importancia de su obra es el reflejo en el rostro, el brillo en los ojos, y las ganas de volverse cómplice de quien lo lee. Murió en 1990 (8 de enero) y al final de su vida quizá logró convertirse en poema y no en poeta como él mismo quería, y tal vez también halló en la lectura la manera de hacerle frente a esos últimos días en que lo venció el SIDA.

Texto aparecido en la revista Siempre¡ del domingo 24 de enero de 2010.

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