jueves, 27 de octubre de 2011

El cuento de la crítica

Son 39 plumas las que analiza el catedrático de la Universidad de Yale, quien desde la introducción nos deja ver las rutas que sigue cuando de criticar cuentos se trata: “Yo acepto únicamente tres criterios de grandeza en la literatura de imaginación: esplendor estético, poder cognitivo y sabiduría”.

Existe un halo de misticismo que envuelve a los críticos literarios. Sobre todo a aquellos a los que la fama y el trabajo los hacen conocidos y sus opiniones pueden catapultar o derribar carreras o perfiles. Tal es el caso de Harold Bloom (1930), un crítico de referencia obligada en la literatura mundial contemporánea.
Acostumbrado a los títulos que engloban dictamen y sentencia más allá del debate (pues no se presta para la negociación a más actores en escena), llega ahora Cuentos y cuentistas. El canon del cuento [Madrid: Páginas de Espuma, 2009], que es un libro sí necesario, sí referente, pero sobre todo para los lectores de literatura anglosajona y todavía más, para los de literatura estadunidense; el índice es una guía para comprobarlo.

Son 39 plumas las que analiza el catedrático de la Universidad de Yale, quien desde la introducción nos deja ver las rutas que sigue cuando de criticar cuentos se trata: “Yo acepto únicamente tres criterios de grandeza en la literatura de imaginación: esplendor estético, poder cognitivo y sabiduría”. Guiado por el reconocimiento y la apreciación, sabe que la crítica literaria es al mismo tiempo un modo individual y colectivo, por eso comparte lecturas, autores, e irremediablemente, aunque trata de esconderlo, sentimientos y emociones.

Los nombres en su mayoría son clásicos de siglos recientes como Alexander Pushkin, Nathaniel Hawthorne o Hans Christian Andersen; de hecho, en el texto dedicado al autor de cuentos como El patito feo o El soldadito de plomo, Bloom se da tiempo de hacer un examen a la comercialización que hoy vivimos: “J.R. Rowling y Stephen King son escritores igual de malos, oportunos titanes de nuestra nueva Era Oscura de las Pantallas: ordenadores, películas, televisión”.

Aunque tal vez, hombre clásico, no mida del todo el hecho de que algunos lectores de los escritores que para él (como quizá para algunos más) resultan malos, pueden dar el salto de esas obras a otras escritas por quienes Bloom en otro momento puede calificar como “buenos”.

Son 39 plumas las que analiza el catedrático de la Universidad de Yale, quien desde la introducción nos deja ver las rutas que sigue cuando de criticar cuentos se trata: “Yo acepto únicamente tres criterios de grandeza en la literatura de imaginación: esplendor estético, poder cognitivo y sabiduría”

Los nombres continúan con Edgar Allan Poe, Nicolái Gógol, Iván Turgueniev, Herman Melville, de quien toma para su comentario el cuento “Benito Cereno”, el cual califica como la obra maestra de la narrativa corta de Melville, “una historia maravillosa y enigmática”. Resulta significativo que para el caso de Gógol destina pocos párrafos, como también para O. Henry, Cynthia Ozick, William Faulkner, John Cheever, Sherwood Anderson y John Updike.

La razón de esto es porque el trabajo en El canon del cuento no es analizar el conjunto de la obra cuentística de los autores, sino tomar una o dos narraciones y de allí analizar el género a partir de la pluma. Por ejemplo, para Thomas Mann es igual de breve, pero no requiere mucho espacio para decir lo que quiere, para estructurar con tino (aunque de nuevo con el recurso de las oraciones en forma de epitafio): “La facultad que tenía de transformar su penetrante ironía en mil cosas distintas. La ironía de Mann no es tanto la propia condición del lenguaje literario en sí mismo como la metáfora amalgamada de su ambivalente actitud hacia el individuo y la sociedad”.

Algunos de los nombres que aparecen en el libro tal vez no resulten de fácil identificación entre los lectores nacionales, pero hay otros que más de uno ha leído y releído, tal es el caso de Lewis Carroll (“Es la locura del drama, la dulce locura de Carroll, una defensa frente a locuras tenebrosas”), de Mark Twain (“Un ataque a Dios, sea cual fuere la interpretación que se le dé a Dios, es una base muy complicada para el humor, como Twain se dio cuenta. Habiendo sobrepasado los límites de su arte, Twain cedió a la desesperación”), Italo Calvino, con los cuentos “La aventura de un automovilista” y “El caballero inexistente”, Henry James, Ernest Hemingway, Guy de Maupassant y Joseph Conrad.

Significativo que para el autor de “Bola de cebo” deje estas líneas: “Pero Maupassant es el mejor de los cuentistas realmente populares, muy superior a O. Henry (que podía ser bastante bueno) y sumamente preferible al abominable Poe. Ser un artista de lo popular es en sí mismo un logro extraordinario”, mientras que para Conrad signe que “El corazón de las tinieblas siempre podrá ser un campo de batalla en la crítica entre aquellos lectores que lo consideran un triunfo estético y aquellos otros que, como yo mismo, ponen en duda su capacidad para rescatarnos de su oscurantismo sin esperanza”.

Antón Chéjov es de sus favoritos, lo delinea de una manera contundente: “Casi un siglo después de su muerte Chéjov sigue siendo el más influyente de todos los cuentistas”. Y va más allá al calificarlo de “shakespeariano hasta la médula, aprovechó sus cuentos para hacer lo que ni siquiera sus obras de teatro podían: iluminar el lugar común sin exagerarlo ni distorsionarlo”.

Rudyard Kipling no escapa de la ironía, pues para Bloom “escribe en un estilo medio que parece atemporal pero que por descontado inaugura una forma consciente del inicio del siglo XX. Aparentemente es una prosa llana que participa de una vacilante oscuridad”. Mientras que a Jack London lo delinea a partir de cierta adoración por lo salvaje, “y he ahí la razón principal del permanente atractivo que ejerce sobre lectores de todo el mundo”.

Significativo que para el autor de “Bola de cebo” deje estas líneas: “Pero Maupassant es el mejor de los cuentistas realmente populares, muy superior a O. Henry (que podía ser bastante bueno) y sumamente preferible al abominable Poe. Ser un artista de lo popular es en sí mismo un logro extraordinario”.
De Stephen Crane rescata su narración “La insignia roja del valor”, pues a su parecer es la principal contribución a la literatura americana de este autor. También pasa lista de presente a D. H. Lawrence, Katherine Anne Porter, James Joyce, John Steinbeck e Isaac Bábel, quizá sea éste último con quien más se nota un trabajo de olfateo en sus cuentos y personajes, por ejemplo, toma de las líneas de “Así se hacía en Odesa” del mismo Bábel la frase: “Todos cometen errores. Hasta Dios”, y de allí analiza incluso el comportamiento humano; ése es su mejor trabajo, la labor del crítico, analizar para compartir su lectura, esa otra lectura que se da después del placer de la narración per se.

Con Franz Kafka, quizá el texto más extenso, se deja ver una de sus mayores querencias: “Cuando Kafka se muestra más auténtico resulta que nos proporciona una capacidad de invención y una originalidad que nada tiene que envidiarle a Dante y que verdaderamente puede desplazar a Proust y a Joyce como el autor occidental más influyente de nuestro siglo”.

Se regodea con quienes considera puntos de quiebre; de F. Scott Fitzgerald señala, “Después de El gran Gatsby, lo mejor de Fitzgerald se encuentra en muchos de sus relatos. Al igual que ocurre con las odas y los fragmentos épicos de Keats, los cuentos y las novelas de Fitzgerald son parábolas de la elección, de logros o fracasos en las rigurosas pruebas de la imaginación a la que se ve como una fuerza tremendamente capaz de destrucción”.

Pero con quien más sorprende es con Eudora Welty, y sorprende porque contagia la dedicación, la atención y el cariño que Bloom transmite al rememorar sus lecturas. “La verdad del universo de la ficción de Welty a pesar de toda su delicadeza preternatural consiste en que el amor siempre viene primero para, a continuación, ceder su lugar a una separación irremediable”. Incluso la calificación de pronto nos puede hacer tambalear porque no la esperábamos: “La mayor definición que alcanza Welty está en que, en ella, las declaraciones son tan fantasmales y los sonidos tan finos como en los más grandes narradores contemporáneos suyos: Faulkner y Hemingway”.

Uno de los mayores placeres que ejerce Harold Bloom al hacer sus críticas es el humor impregnado de sarcasmo, como lo muestra en varios casos. Con Shirley Jackson, del cuento “La lotería” dice que “no aguanta una relectura que es —en mi opinión— la piedra de toque de la literatura del canon. Jackson sabe demasiado bien y de forma precisa lo que está haciendo, y nosotros también al releerla”. De J. D. Salinger escribe: “Puede que la contemplación sea un modo de ser y de existir muy digno, pero no tiene historia alguna que contar”.

Mismo caso con Flannery O´Connor, en un texto de largo aliento remata: “Aunque siendo piadosos admiradores suyos por el contrario, O’Connor nos habría legado novelas y relatos aún mejores, de la eminencia de los de Faulkner, si hubiera sido capaz de contener su tendenciosidad espiritual”. Y con Raymond Carver no se queda atrás: “Carver, a quien puede que hayamos sobrevalorado, murió antes de poder ver realizadas las posibilidades aún mayores que su arte encerraba”.

Con Franz Kafka, quizá el texto más extenso, se deja ver una de sus mayores querencias: “Cuando Kafka se muestra más auténtico resulta que nos proporciona una capacidad de invención y una originalidad que nada tiene que envidiarle a Dante y que verdaderamente puede desplazar a Proust y a Joyce como el autor occidental más influyente de nuestro siglo”.

Dejé al final las referencias más directas de los lectores de lengua castellana: Jorge Luis Borges y Julio Cortázar; en el caso del segundo Harold Bloom pareciera que evita meterse en aprietos y coloca una larga cita del cuento “Bestiario”, incluso más larga que su propio comentario sobre el autor de “Autopista del Sur”. Mas en el caso de Borges inicia un rico diálogo señalando que es, “desde el punto de vista de la imaginación un gnóstico pero intelectualmente es un escéptico y un humanista naturalista”. Confiesa su gusto y preferencia, lo coloca en un punto alto de la narrativa mundial.

Harold Bloom es de la idea de que la influencia literaria es un “proceso paradójico y antiético acerca del cual seguimos sabiendo muy poco” (lo señala en el texto dedicado a Ernest Hemingway), y sí es cierta esta sentencia de quien ve a Samuel Johnson como su ídolo; pero más allá de las influencias literarias que puedan tener sus páginas, resulta necesarias leerlas, saber el pulso de lo que dice el crítico literario estadounidense, el peso que representa en el ánimo de las letras mundiales.

Ello porque en una sociedad apurada por la competencia se recurre a nuevos mecanismos de medición que ya no se bastan con el de las ventas, sino ahora se recurre por ejemplo al de las referencias o citas, al de las reseñas, al de las menciones en la red o en medios audiovisuales, digamos el lado cuantitativo, aunque por fortuna para el cualitativo están los ensayos, comentarios y críticas de mayor profundidad que le dan más sentido y dirección a una cabal comprensión de lo que refleja el campo literario de los años recientes.

No hay nada nuevo bajo el sol, “lees y relees necesariamente a costa de otros libros”. Hallaremos pues en la siguiente entrega de Harold Bloom nuevas coordenadas que serán conocidas, pero las mejores siempre serán las que lleguen por sorpresa como muchos de los nombres que ahora enlista el también autor de Cómo leer y por qué, a quien debemos agradecer ese espíritu que siempre tiene ánimo de invitar al encuentro con la lectura, con las obras que mueven y conmueven. Cuestiones subjetivas de gusto quedan bien para la tertulia de café, el análisis riguroso es lo que encontraremos en este nuevo canon. ®

Texto aparecido en la Revista Replicante de octubre.

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