jueves, 29 de mayo de 2008

La urgencia de la poesía

Fue gracias a un profesor de la preparatoria que conoció su libro inicial Las urgencias de un Dios,meticulosa como ha sido desde siempre, revisó la página legal para encontrar que la primera edición data de 1950.Al año siguiente entró a la carrera, y si bien no estudió letras, siempre mantuvo el gusto por la literatura. Por eso, no es de extrañar su presencia el domingo 18 de mayo a medio día en la sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes.
Se siente arropada porque la sala está prácticamente llena; le sorprenden tantos fotógrafos, algunos camarógrafos no le permiten apreciar del todo la llegada de su admirada. Viene en una silla de ruedas, la acompañan otros escritores que no reconoce (que no ha leído ni le interesan), la escoltan su hija y sus nietas, la suben al estrado y queda al centro de una mesa donde el fondo es un blanco dañino que no dice nada. Sólo es hasta que la voz de alguien que no se mira anuncia que comenzará el homenaje a Enriqueta Ochoa. Escucha su breve síntesis biográfica, le reiteran información que ya sabe, que nació en Torreón, Coahuila, en 1928, que hace pocos días fue su cumpleaños, que es de las escritoras más reconocidas en nuestro país, que el Fondo de Cultura Económica acaba de publicar su obra completa y que esta última noticia tiene una historia detrás, pero que pocos saben.
Escucha impaciente a quienes acompañan a la poeta, le aburren las modulaciones de voz para decir palabras gastadas, sin mucha sustancia, imaginadas al momento, no las nota sinceras, contrario, muy contrario a los versos de la poeta. Pues en ellos ubica una muerte como dolor, a la par de una vida como canto. La primera llevada al papel en líneas fugaces cual permanentes: “Nos has matado a todos con tu muerte”, y la primera con un tono que se sabe envalentonado, que se requiere así para acechar las circunstancias: “Qué bueno que naciste con la cabeza en su sitio,/ que no se achica la palabra en el miedo”.
La mira desde su butaca casi al final de la sala pese a haber llegado medianamente puntual. Por fortuna los discursos y disertaciones de los llamados invitados no se prolongan mucho. Se hace una pausa en la ceremonia para entregarle a la maestra Enriqueta Ochoa la medalla de Bellas Artes, la directora de la institución, María Teresa Franco, enarbola un discurso y al final, por fin, se levanta la voz de la poeta.
Le atrae su pronta respiración, le conmueve su sorpresa y gusto, le desespera su falta de aire, esa misma que le impide, después de los agradecimientos, leer más de dos poemas, pero eso a ella le basta, ha escuchado a una de sus heroínas modernas, ha palpado de cerca la validez de la poesía, sabe y conoce la certidumbre de las ideas, el placer de una correspondencia sin fecha. Como las dedicatorias en los poemas de Ochoa. Esos nombres de gente que no se conoce pero forma parte de sus vidas. Le agrada pensar que un día puede ser el suyo, otro nombre que aparezca en esa lista.
La misma voz anónima invita a pasar al balcón del Palacio para degustar el vino de honor. Ella no toma, pero desea el autógrafo de su admirada en el libro que lleva en la mano: Retorno de Electra, el número 72 de la "Segunda serie" de la colección Lecturas Mexicanas, un ejemplar comido por el sol, y desgastado por todos los dedos y ojos que se han posado encima de él.
Aguarda paciente a que la hija de la poeta autorice su turno para pasar a la firma. Es cierto que el mundo se construye con base en delirios punzantes. Lo siente cuando estrecha su mano, le transmite sus pulsaciones, el palpitar de su pluma clava el aguijón en cada línea de la dedicatoria, el veneno cumple su cometido, el brebaje que lo contrarresta no se ubica en ese instante, la sonrisa cómplice y sincera de la lectora, siempre al acecho, ahora toma un descanso y se deja llevar.
Ha cumplido su meta. Se hace a un lado para que la fila de admiradores siga su ritmo. Ahora, un poco más a la distancia atestigua la disponibilidad de la escritora; observa su cansancio, le asfixia tanta gente, pide un respiro y una copa de vino. Nuestra estudiante aprovecha para abrir las primeras páginas de su libro y lee detenidamente su dedicatoria. Luego pasa a los versos de más adelante: “Hay veces que amo el sitio en que nací,/ sin duda porque la luz del verano/ se anticipa oliendo a madurez todos los años”.
Se le acerca otro lector para solicitarle un cigarro, aunque sabe que es un pretexto sólo para entablar plática, pues ella no fuma. Reflexionan un poco sobre la obra de Ochoa, él dice que nota en la poesía de la autora de Las vírgenes terrestres (1969), que no teme al concepto, jamás huye de la palabra rijosa, si es necesario utiliza verbos que en papeles de otros no se ubicarían. Ella sólo atina a darle la razón y completa diciendo que también se puede medir en sus líneas el amor al vuelo, el amor en vuelo, con alas terrestres pero también terrenales, contiguas, cercanas, juntas. No en balde afirma la octogenaria que “somos pasto donde la luz madura”.
La ciudad ha cambiado su apariencia para ponerse un impermeable, pues la lluvia no tarda en ser testigo de las vivencias nuevas que enfrentarán los peatones lo que resta de día. Él sugiere beber un café para seguir la charla, ella no rechaza la oferta pero tampoco la acepta, se distrae viendo cómo llevan a la maestra Enriqueta Ochoa en su silla de ruedas camino a la camioneta que la trasladará a su hogar, donde vive rodeada a veces sólo de sus recuerdos, y antes de responder a la tentadora oferta se pregunta en voz baja: “¿A qué hora caerá la tarde para que se afile el aire/ y los pizcadores estremezcan el campo/ con su voz requemada?”, citando una vez más a su poeta favorita.

Publicado en Campus de Milenio Diario hoy jueves 29 de mayo de 2008.

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