lunes, 18 de agosto de 2008

Más que un camino


La cinta publicitaria del frente es discreta como la portada misma de La carretera, la novela de Cormac McCarthy (Estados Unidos, 1933), y es discreta pese a llevar el nombre de uno de los galardones más importantes en la literatura moderna, me refiero al premio Pulitzer 2007 que recayó en el también autor de No es país para viejos.
Ante la ausencia de la figura femenil, un padre con su pequeño hijo tienen que emprender el camino que los lleve a un lugar menos escalofriante, más seguro, menos húmedo, más habitable. Para eso tienen que seguir el paso que marca la carretera, ese imaginario colectivo donde se dan cita las emociones más terrenales, ese reflejo de sensaciones estropeadas o al menos golpeadas por la soledad bélica.
La pluma de trazo balanceado de McCarthy le da razón a aquellas voces que lo sitúan no sólo como un integrante del grupo selecto de los escritores norteamericanos, sino también como un exponente a nivel mundial de talla que da para obtener un premio de resonancia internacional como el que se entrega en Suecia.
La carretera no es la simple brecha por donde habrán de caminar los protagonistas de la trama. Incluso desde antes ya era un escenario de otras batallas, “En aquellos primeros años las carreteras estaban pobladas por refugiados envueltos hasta arriba en sus harapos. Con mascarillas y gafas protectoras, sentados en la cuneta como aviadores fracasados”. Los que dan ambos protagonistas son pasos encima de lo que dejaron otros, figuras sobre cenizas pasadas que cobran vida de nueva cuenta al ser respiradas por elementos recientes en un escenario que parece tiene fecha de caducidad.
Alrededor hay un halo de muerte, combinado con la promisoria esperanza de vida que encarna el infante, quien a su edad ya sabe lo que es guardarse en el cinturón el arma de fuego de suficiente poder, su padre le ha dado instrucciones de lo que debe hacer llegado el momento pese a lo aturdido que se pueda estar en una situación así: “El chico estaba aterrorizado. Le pasó el brazo por la cintura y lo abrazó. Su cuerpo tan flaco. No te asustes, dijo. Si te encuentran vas a tener que hacerlo. ¿Entiendes?, Chsss… Nada de llorar. ¿Me oyes? Ya sabes cómo hacerlo. Te la metes en la boca y apuntas hacia arriba. Rápido y con decisión. ¿Lo has entendido? Deja de llorar. ¿Lo has entendido?”
El acto de reflexión se vive también de manera constante, la fuga no ubica desperdicio, el hambre y la falta de alimentos hacen juego en la desesperación; es cierto que hay suficiente agua para seguir el camino, pero los constantes reflejos para escapar a veces de la nada son desgastantes, de tal forma que poco a poco se extinguen las fuerzas: “no todas las palabras moribundas son verdad y esta bendición no es menos real porque la hayan despojado de su suelo”.
Si bien “en esta carretera no hay interlocutores de Dios. Se han ido y me han dejado aquí solo y se han llevado consigo el mundo. Duda: ¿En qué difiere el nunca será de lo que nunca fue?”, pregunta el narrador en relación de la muerte de la madre del niño. La soledad de los dos es compartida pero también cobra fuerza en una imagen que parece no conlleva más caminantes, por eso los sorprende Emily, un viejo que ha vivido muchos años en la misma carretera, de allí el razonamiento de los interlocutores extinguidos pues nadie quiere hablar, y de allí también que prefieran el nunca fue, al nunca será.
Esta súbita aparición del personaje secundario que se acopla perfectamente a los diálogos fluidos y a la prosa diseñada para sus fines de McCarthy, resulta ser una invitación al verdadero valor de uno mismo, porque como dice Emily “Podría ser cualquiera”, y es cierto, mas ante un telón de fondo de grandes dimensiones y tan pocos participantes en la obra de teatro monumental, en esta “creación perfectamente evolucionada para hacer frente a su propio fin”, nunca se será uno más, un cualquiera, se es por el significado del mismo ser, por el valor compartido ante la desgracia.
La lluvia es un componente al cual recurre el autor para reforzar el nudo de intriga, para hacer que los protagonistas pasen más tiempo en una casa abandonada, para darle respiración a las acciones, y brindar descanso incluso al propio lector. El mar también aparece cuando tiene que hacerlo, si bien las descripciones de los paisajes no son abundantes le dan un toque que combina con los sentimientos más humanos.
La aventura por la que nos transporta Cormac McCarthy tiene sólidos elementos de hechura que logran una mejor complicidad entre el autor de Todos los hermosos caballos con su público, el cual se queda con dudas para amortiguar el paso que habrá que hacer en su propia carretera, cuando se presente el momento de la decisión, qué camino habremos de elegir, pues a final de cuentas la pregunta es certera: “¿Hacía qué dirección iba la gente cuado se extraviaba?”
El desenlace llega con pasos lentos, el camino no acaba de cualquier forma, y sin duda esa brecha por la cual tuvieron que pasar los protagonistas de La carretera conlleva cargas psicológicas y emotivas difíciles de no advertir, ese sendero pues será andado por otras figuras reales.
Por último es necesario subrayar una vez más algo que el escritor español Javier Marías ha señalado al respecto. Este buen libro se ve empañado en algunos momentos por un pobre trabajo de traducción: “Cargó con él campo a través”, “Se bajó la cremallera de la parka y dejó caer la parka en la grava”, “Sentados en la carretera comieron restos de pan rápido duro como una galleta dura”. Y esta responsabilidad no sólo es del traductor, sino que pasa también por el departamento de corrección y lamentablemente se está haciendo una constante en los libros traducidos en España que debe remediarse para no dañar el mercado editorial hispano, pues sus traducciones son las que llegan a países como el nuestro.

Cormac McCarthy. La carretera, (Traducción de Luís Murillo Fort), Random House Mondadori, México, 2007; 210pp.

Texto publicado en la revista Siempre¡ de esta semana.

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