viernes, 21 de noviembre de 2008

La noche navegable: temor y temblor

El Cultural es el suplemento cultural que aparece los jueves en el diario El Mundo de España, es todo un referente, de lo más completo que se enfrenta semana a semana a Babelia y a ABCD (sin olvidar al suplemento del diario catalán La Vanguardia), los otros estandartes en suplementos culturales en habla española del viejo continente. En el número de esta semana aparece el escritor mexicano Juan Villoro con este texto que vale la pena compartirlo y al leerlo sabrán por qué.

Escribí los cuentos de La noche navegable de los diecisiete a los veintidós años, sin plena conciencia de que estaba armando un libro. El hilo conductor eran los ritos de paso de la juventud. En una carta a un amigo, escribió el poeta Carlos Pellicer: “Tengo veintitrés años y creo que el mundo tiene mi misma edad”. En cierta forma, mi libro participaba de esta idea, un descubrimiento de las cosas como si tuvieran mi misma edad.

Augusto Monterroso, que era mi maestro de taller, leyó el manuscrito y lo llevó a la editorial Joaquín Mortiz, fundada por Joaquín Díez Canedo, republicano español que creó la mejor colección de literatura mexicana. Debutar ahí era como hacerlo en el Barcelona o el Real Madrid. Por ello, los tiempos de espera eran terribles. El libro que más se tardó en ser publicado hizo ocho años de antesala y llevaba un título que se volvió irónico: Los días de la paciencia, de Óscar Collazos.

Monterroso llevó mi manuscrito en 1976. Don Joaquín lo aceptó entre carraspeos no muy entusiastas y bocanadas de humo de pipa. Publicó el libro en 1980, un plazo que casi parecía exprés. Durante esos cuatro años, yo solía ir a la editorial a sustituir mi texto por otro un poco cambiado. Quien aguarda su primera publicación no puede pasar a otra cosa. Sólo cuando La noche navegable saliera a la calle podría ser autor de otro texto. Era como tener un caballo de carreras que ya estaba en el hipódromo y comía ahí su pienso, pero no salía de la caballeriza.

Quiso la casualidad que un libro anterior al mío, Los periodistas, de Vicente Leñero, se convirtiera en best-seller. Díez Canedo odiaba vender; lo que le gustaba era publicar títulos distintos. En estos tiempos de mercado cuesta trabajo imaginar editores rabiosamente culturales. Tal era el sino de Don Joaquín. No soportaba que su catálogo dependiera del gusto popular. Sin embargo, tampoco podía impedir que un libro tuviera éxito, por más que eso le desesperara. En una de mis visitas a la editorial, me llevó a la bodega y señaló unos inmensos rollos de papel: “¡Todo eso va a dar a Los periodistas!”, dijo con pesadumbre, como si el triunfo de un libro fuera el fracaso de todos los demás.

Finalmente, el 24 de octubre de 1980 la Ciudad de México se cimbró con un terremoto y Díez Canedo me habló por teléfono para decir: “a consecuencia del temblor, salió su libro”.

En aquel tiempo anterior a los agentes literarios y los megaconsorcios, los editores compartían la suerte de sus autores y cada título formaba parte de su autobiografía. No había planes de mercado ni anticipos, y el contrato –si acaso aparecía– se manchaba con el vino del almuerzo. Díez Canedo fue de una desafiante sinceridad conmigo. Para celebrar la aparición de mi libro, me invitó a un restaurante español donde el menú incluía cuatro o cinco platos. Al final, pidió la caja de puros. Envalentonado por la comida, le pregunté si me pagaría algo. En ese momento un vendedor de billetes de lotería entró al salón. Díez Canedo lo llamó y le compró uno. Me lo tendió con un gesto hosco: “Si usted busca dinero, con esto tiene más oportunidades de ganar que con lo que escribe”. Tomé el billete que, por supuesto, no estaba premiado.

Hubo una presentación en Bellas Artes a la que no llegué. El miedo o el deseo de sabotaje, me hicieron ir dos horas antes a un barrio en una colina del sur de la ciudad. Emprendí desde ahí la ruta de penitencia rumbo a mi presentación. Dos horas después seguía en el tráfico. La noche navegable contó con el favor de la crítica, pero ningún comentario fue para mí tan decisivo como el de mi inolvidable primer editor: “a consecuencia del temblor, salió su libro”.

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